miércoles, 24 de octubre de 2012

LAS TRADICIONES DE LOS INDIGENAS MEXICANOS

LA FIESTA GRANDE

Danzantes mayas

En las cálidas riberas del río Grijalva se localiza la fundación colonial más antigua del estado mexicano de Chiapas. Es la ciudad de Chiapa de Corzo, escenario de la Fiesta Grande o Fiesta de los Parachicos, una gran celebración mestiza.

Texto y fotos por David Díaz Gómez

Chiapa de Corzo, establecida en 1528 por el español Diego de Mazariegos, creció con la mezcla de tres culturas: la indígena, la europea y la africana, esta última aportada por los esclavos negros que llegaron a la zona en los siglos XVI y XVII y que al integrarse a la población ya establecida generaron la actual sociedad chiapacorceña, rica en costumbres y tradiciones. Una de ellas es la llamada Fiesta Grande de Enero o Fiesta de los Parachicos que, a juicio de muchos, no sólo representa la mejor celebración mestiza de la entidad sino de todo el sureste mexicano.

Trajes típicos La fiesta se hace para honrar a tres santos patronos: el Señor de Esquipulas, San Antonio Abad y San Sebastián Mártir, los días 15, 17 y 20 de enero, respectivamente. Como inauguración, la noche del 14 aparecen por las calles de la ciudad grupos de chuntás: hombres vestidos de mujer y maquillados, que usan canastitas con banderas de papel en la cabeza y agitan sonajas; algunos se disfrazan de personajes carnavalescos o artistas de cine y televisión. Las chuntás realizan su recorrido nocturno visitando las casas y los templos en donde se veneran las imágenes de los santos festejados; con aquéllas, vienen los músicos de tambor y flauta de carrizo, y a veces mariachis o bandas de música de viento. El 19 de enero el gobierno municipal premia a los mejores grupos y a los disfraces más representativos en un acto que se efectúa en la plaza principal.

Pero el alma de la fiesta son los parachicos, cuyo disfraz consiste en una máscara de cedro o guanacaste (árbol de la región que se utiliza para la ebanistería) tallada con los rasgos físicos del rostro "español" y laqueada con aceite obtenido del insecto al que llaman aje (Cocus axin). La áspera cabellera es una peluca de ixtle, fibra de la planta del agave que se adorna con flores y listones. El parachico viste un colorido sarape (cobija de lana o algodón, generalmente con abertura en el centro para la cabeza) y sobre los tubos del pantalón luce imágenes bordadas en chaquiras y lentejuelas. Los parachicos aparecen los días 15, 17, 18, 20, 22 y 23 de enero. Estos personajes, agitando sus sonajas y bailando, recorren los barrios y las iglesias de la ciudad mientras acompañan al "patrón" quien, por ser el líder, porta una máscara diferente a todas las demás.

Danzantes mayas Los parachicos entran a las casas en donde hay imágenes de los santos venerados y rezan ante los altares adornados con múltiples arreglos florales. Algunos se hincan y el "patrón" los flagela con un látigo, en acto de purificación ritual, mientras los demás bailan sones y zapateados que interpretan con el tambor y la flauta de carrizo.

Las tres juntas de festejos, una para cada santo, organizan las actividades de las celebraciones: los rezos, los arreglos florales, las misas y los "anuncios", multitudinarios paseos populares que se realizan marchando casi a media noche entre cohetes y la música de banda de viento, pregonando la víspera de la fiesta. Estos paseos terminan en la madrugada con las Mañanitas, la tradicional canción de cumpleaños en México, al santo festejado. El prioste, quien tiene a su cargo la imagen del santo venerado, prepara un gigantesco banquete hasta para dos mil personas. En él participan los visitantes y los parachicos, que disfrutan una maravilla culinaria: la pepita con tasajo, carne de res en crema de semilla de calabaza.

Dos momentos culminantes de la fiesta son el combate naval, un espectáculo de luces y colores en las orillas del río Grijalva, y el desfile de los carros alegóricos en memoria

El Óbolo de los Pueblos Indios para el tercer milenio
Ricardo Robles O.
Tarahumara

Las cosmovisiones indias ante un mundo sin salidas

El título pretende abrir el horizonte. El ÓBOLO DE LOS PUEBLOS INDIOS, nos evoca el valor de la limosna aquella de la viuda del evangelio de Lucas (21,2-3). Desde su rica pobreza nos lo ofrecen. Es más precioso tal vez, más necesario hoy, si lo visualizamos desde la enormidad de muerte o de vida que puede acumular este milenio nuestro que ya llega. El símbolo del óbolo evangélico nos confronta casi violentamente si lo proyectamos así, a largo, a tan largo plazo. Gracias a ustedes pues, por el tema que me pidieron tocar. Da para soñar, da para cambiar, da para la esperanza.
Por ello, por lo simbólico del título, a lo barroco incluyo un subtítulo que, cumpliendo con su oficio, quiere afinar la intención de estas palabras. Las maneras indias de concebir el universo, a la humanidad en él y a Dios con él, pueden hoy resultarnos legado indispensable. Su cosmovisión pues: su ecología, su antropología, su sociología, su filosofía, su teología, su sabiduría en fin, nos ofrecen salidas para este mundo —laberinto del caos— y su futuro.
1. Desde la Tarahumara y más allá
Quizá a todos, a mí definitivamente, esos saberes indios —ya aprendidos y gustados en la Tarahumara— que un día florecieron en San Andrés Sakamch’én, me han cambiado la vida.
Para exponer lo que creo tomo tan sólo algunos ejemplos de la vida cotidiana, de esos que de algún modo a todos nos alcanzan y nos tocan, o nos preocupan, o nos estrujan, o nos ultrajan.
Tal vez aclaren mi creencia en los Pueblos Indios y desde ahí en Dios, algunas palabras sobre su sentido y práctica de la justicia, de la libertad y de la democracia. Tal vez nos ayude considerar el contraste ante nuestras, quizá decadentes, concepciones y costumbres. Tal vez el óbolo indio de hoy se aclare si recurrimos a sus raíces teológicas.
Por esos rumbos —de justicia, libertad, democracia y teología— trataré de caminar, con un temeroso riesgo. Tal vez —a contrapunto— estas palabras que quieren ser regalo, confesión mía de lo indio, aprendido y conservado con cariño, no logren su intención y resulten molestas. Perdón, por si así fuera. Espero que más bien nos comprendamos en el diálogo. Nunca nos gusta que lo más personal, lo más querido, termine siendo menospreciado.
La palabra de los Pueblos Indios
La palabra india —antes tan ausente— va siendo cada vez más proclamada, más escrita, más escuchada y publicada. Esto ya es un fenómeno característico de este fin de siglo. En México cobra fuerza especial últimamente. A partir de esos 500 años que tomaron tantos nombres y que los Pueblos Indios llamaron “de resistencia”, el movimiento indígena latinoamericano, de suyo antiguo, cobró fuerza y presencia sobre todo en el sur de América. Pero en México, cobró un vigor decisivo desde el primero de enero de 1994 con el levantamiento del EZLN. La claridad de sus demandas y su innegable índole indígena, así como los diálogos de paz que se siguieron luego, fueron determinantes.
Podemos afirmar sin duda que el pensamiento, no sólo nacional, avanzó y profundizó creativamente en los temas de indios. Ellos aportaron lo sustancial. Otros, desde la cultura no india, aportaron también, traduciendo, dando forma y precisión conceptual a la sabiduría indígena.
Me apoyaré en esa palabra para lo que diré. Cada vez me va pareciendo más inoportuno hablar sobre los indios, lo que hace falta es escucharlos a ellos. No destacaré las citas sino eventualmente. A veces los citaré explícitamente, otras veces aludiré a ellos y algunas otras compartiré tan sólo mi experiencia.
En Tarahumara me había tocada ir saboreando la sabiduría indígena desde tiempo atrás. De ahí tomaré algunos textos, los de mi primera conversión. Luego, por gracia, fui invitado a participar en los diálogos que buscaron la paz en San Andrés. San Andrés nos llevó a consultar a todos los Pueblos en el Foro Nacional Indígena —del que nació el Congreso Nacional Indígena— y en el Foro Especial para la Reforma del Estado. De esos y otros momentos tomo los textos en que me apoyaré.
 de María de Angulo, benefactora de la entidad. Entonces las mujeres salen a la calle luciendo el traje de chiapaneca, bordado de flores con hilos de seda en color oro, plata y al natural.

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